Novedades veraniegas que vienen con retraso. ¡Espero que lo disfrutéis!
Inquietudes
Hacía varios años
que me diagnosticaron el Síndrome de Piernas Inquietas. Bueno, tal vez me lo
autodiagnosticarse yo mismo viendo la noticia en la tele, pero tiempo después
era irrefutable. Tenía todos los síntomas.
Es lo más molesto
que hay. Aparece sobre todo de noche. Te tumbas en la cama, y de cintura para
arriba tu cuerpo intenta dormir. De cintura para abajo parece que bailen el
mambo. Comienza con escalofríos en las plantas de los pies, que se acaban
convirtiendo en calambres que te recorren la pierna y suben hasta cerca de la
axila. Después vienen los espasmos, como si te dieran electro-choques. El punto
álgido de este síndrome es cuando las piernas comienzan a pedalear, como si
quisieran hacer por sí solas toda una vuelta ciclista.
Llevaba un tiempo
en que no podía dormir nada. Las noches en blanco me tenían negro, y ya casi no
era ni yo mismo. Recorría el día lánguido, como un alma en pena, sin
apetencias, esperando como un condenado la hora que oscureciera y el calvario
volviera a empezar.
Aquella noche,
volví a pensar en el tour de Francia. Podría hacerlo en una bicicleta especial,
con un colchón acoplado. Todo el mundo se reiría al principio, pero aquellas
sonrisas se congelarían los rostros escépticos cuando subiera al podio, en pijama,
sin resoplar y ni una gota de sudor en la frente.
Ya eran las tres
de la madrugada, y nada. Me levanté, me vestí y, cosa que nunca hago, bajé directo
al garaje a poner en marcha el coche.
Al principio no
tenía nada concreto en mente. Quizás circular sin rumbo fijo por las calles
desiertas, pero cuando ya estaba a veinte kilómetros de mi pueblo, por la
autopista ... De repente tuve la idea de ir al norte.
Nunca había ido
al norte. No sabía ni cómo era. Así que, viendo las ganas de movimiento de mis
piernas, no puse trabas a ese impulso.
Alargué el viaje
tanto como pude. Dormía en hoteles de carretera y en áreas de servicio. El país
es realmente pequeño, como dice la canción. No hay suficiente espacio para
hacer un auténtico viaje de introspección en coche.
Ya sabéis de qué hablo,
uno de esos trayectos largos y tediosos, de película, dados a hacer
cavilaciones. No. En este país tan pequeño, para hacer un buen viaje de película
en coche se necesitan dos cosas: dinero (para los perennes peajes) e ir a no
más de treinta por hora.
Cuando llegué al
norte, era como me había esperado. Un espectáculo para los sentidos. Hacía
tanto frío que hubo noches que no distinguía el temblor de las piernas del del
resto del cuerpo.
Me lo pasé en
grande. Incluso conocí a un grupo de traficantes. Traficaban con nieve fresca. La
sustraían de una estación de esquí, al amparo de la noche, y se la vendían a
peso a una famosa planta embotelladora de agua mineral. No puedo decir ni de qué
estación ni de qué planta embotelladora se trata, los traficantes me lo
hicieron prometer. Uno de ellos, el más joven, me deleitó con una sublime
interpretación de baladas de amor. Su voz de tenor era fantástica.
Decidí volver a
los pocos días, no sin antes echar una paradita para ir a la playa. El rumor
del mar me relajó tanto que me quedé dormido en la arena. Mis piernas
comenzaron a pedalear de nuevo, y al final la marea subió y ... Parecían
talmente como un motor fueraborda. Ni las tintoreras osaron acercárseme.
No sé cuánto
tiempo pasé en alta mar. Cuando ya pensaba que estaba todo perdido, y parecía
que mi medio de locomoción llegaría a su límite pronto, un barco me pescó.
Dos días más
tarde me subastaban en la lonja de Barcelona. Decían que era una especie nueva
de sirénido, e incluso el zoo municipal pujó por mí.
Finalmente me
adquirió un empresario bastante esnob de Sant Gervasi. Me quería convertir en
una nueva pieza de su colección privada de rarezas de la vida animal.
Pasados unos días,
comenzó a sopesar la idea de enviarme a un taxidermista, ya que sus esfuerzos
para encontrar un ambiente en el que yo pudiera aclimatarme habían sido
infructuosos. Por lo visto, yo tenía una malsana tendencia a ponerme enfermo
cuando él intentaba sumergirme en un tanque de agua salada que me había
construido expresamente.
Mis días como
rareza enciclopédica se acabaron cuando un grupo de secuestradores se me llevó,
aprovechando un descuido de mi anfitrión.
Sentado en el
asiento trasero de su furgoneta, atado de pies y manos, sufriendo los
incontrolables espasmos de mis piernas sin ni poder hacerme unas friegas, les
relaté mi historia. En la radio sonaba una canción de Rita Coolidge.
El hecho es que
se compadecieron de mí, y antes de llegar a su destino me liberaron, en uno de
los estanques de la Ciutadella.
Después de pasar
la noche del loro entre los patos de ciudad, cuando despuntaba el alba decidí arreglarme
e ir a desayunar un café con leche y un croissant.
En el bar estaban
dando el tour de Francia. Yo que me quedo mirándolo con los ojos como platos, y
me echo a reír de repente.
Me acabé el
desayuno, pagué y me volví caminando hasta casa. No podía evitar fijarme en la
irredenta determinación de mis piernas, pero esta vez desde la admiración y no
desde el enojo. Siempre en movimiento pasara lo que pasara, y ya no sólo de
noche o cuando yo quería dormir.
Si fuera por
ellas, andaría eternamente. Y por primera vez pensé que aquello no sería tan
terrible. Hay gente que no las ha usado nunca, aunque pueden. Yo al menos he
visitado el norte.